Autor: José Luís Díez Jiménez

                                            Editor: Autor (jld@jldradio.es)

                                            Páginas: 70

                                            ISBN: 84-609-7607-6

                                            Deposito legal: NA-1.266/2011

 

 

 

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INTRODUCCIÓN al Monólogo

     Tras un prolongado paréntesis de confusión, desorden y desasosiego en una vida disipada y vacía, pude enfrentarme a la dificultad capital de mi propia existencia: el problema de la vida espiritual, y a partir de entonces fue cuando me puse en camino.

Todos los hombres, aun sin pretenderlo, nos enfrentamos a este problema de una u otra manera. Existen los que no coordinan ni inspiran sus acciones en ningún principio informador, llevando una vida desordenada, deambulando a lo largo de sus existencias por la corteza del problema y sin atreverse a profundizar; son los que duermen, se despiertan, comen, beben, trabajan, se fatigan, se divierten, se agitan, descansan o vegetan, y mueren como el náufrago, mecido a diestra y siniestra por el vaivén de las olas, sin dejar huella en la playa. Otros, los organizados, se ajustan y viven conforme a un principio determinado, estableciendo sus propias vidas, desde el exterior o desde el interior.

     Desde el exterior toman como centro los honores, las riquezas, los placeres, es decir los objetos materiales y perecederos. Desde el interior pueden optar por tomar como centro de sus vidas su propio yo, o bien por organizar su vida espiritual según un principio divino, tomando como centro a Dios. Los que escogen su ego individualista se impiden a sí mismos reconocer a fondo la religión, y por tanto permanecen noqueados en la imposibilidad de resolver su problema espiritual; mientras que quienes deciden organizar su vida interior tomando a Cristo como centro de su existencia, no solo aciertan en su elección, sino que al subordinarle la propia actividad externa y la vida íntima, es decir las cosas y el propio yo, descubren y alcanzan la solución del problema.

     LA TRAMA DEL PRESENTE MONÓLOGO es una constante búsqueda de la paz espiritual. Fernando, el protagonista, es el hombre que mira atrás y no se ve a sí mismo, es el fruto inmaduro de una juventud aliviada nacida tras la Cruzada del 36. Desde muy joven intuye, aunque nadie se lo ha hecho saber, que nada puede ser como antes, y al unísono con su propia generación necesita renacer y encontrar sentido a su vida; una vida que él encuentra vacía y falta de congruencia entre su modo de ser y de pensar. Esa dicotomía es la que le hace renunciar a un radiante porvenir en el mundo de las finanzas, a los consejos de su buena madre y a desertar de su hogar, de su familia y de su patria, para emprender en la independencia de una falsa libertad un viaje al interior de la condición humana, sumergiéndose en todos los campos de la sabiduría, de nuevas culturas y espiritualidades, sin alcanzar un ápice de la búsqueda deseada.

     No son el arte, ni la acción y ni siquiera la pasión, los remos adecuados que, en las aguas turbulentas de su persistente investigación, le conducirán a la senda del sentido espiritual de su existencia, sino que, curiosamente, el tropiezo con un sacerdote renegado, le marcará la huella imborrable de la Misericordia de Dios en el camino que le arrastrará al encuentro de la anhelada verdad.

     El leguaje vibrante y positivista del presente monólogo mantendrá encendida la atención del espectador desde que se levanta el telón hasta el desenlace, y ello es así, porque Fernando, cuando habla, lo que realmente hace es un verdadero diálogo de su alma consigo mismo, con el público y con Dios, dejando al descubierto, a lo largo de su conversación, su propia rica interioridad, aquello sobre lo que San Agustín, con expresión profunda por miles repetida pero por pocos comprendida, escribió: “Hombre, no salgas fuera, vuelve a entrar en ti mismo; porque en el hombre interior es donde habita la verdad; y encontrándote sujeto a la mudanza, trasciéndete a ti mismo”, esto es, organiza tu vida tomando como centro a Dios.

     He de confesar que para mí, la función de la religiosidad está bien clara: Uno es más o menos religioso y verdadero según la medida en que organiza toda su existencia, toda su propia actividad, desde el punto de vista de Dios, al cual se subordinan las cosas y el propio yo. La religión, por tanto, es la única solución del problema de la vida espiritual, una solución completa que no descuida ni el menor gesto, ni el menor acto, ni el menor instante de nuestra existencia. La conversión verdadera y seria significa una revolución de la propia vida, una organización de la misma desde el punto de vista de Dios. Todo este monólogo, en la diversidad de su contexto, no es otra cosa que la confesión de un alma, hijo pródigo, que, después de buscar explicaciones y satisfacciones en tantas cosas, resuelve en Dios su problema, encontrando en Él la solución y el descanso.

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